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Muchas veces me han preguntado que por qué prefiero escribir algunas cosas en lugar de decirlas cara a cara. Normalmente, lo preguntan creyendo que se trata de un problema: que trato de evitar la incomodidad de las palabras cara a cara. Que no me gusta que mi timidez se interponga entre lo que quiero decir y lo que digo. O que tengo miedo a la reacción que puedan generar mis palabras.

Curiosamente, aunque las tres razones anteriores tienen su parte de verdad -cada vez menos según pasan los años-, el tiempo siempre me ha acabado dando la razón. Por eso sigo sin cambiarlo. Las palabras, cara a cara, se las llevan el viento y la memoria. Incluso, a veces, elegimos no escucharlas. Pero las palabras escritas permanecen siempre. Y no podemos elegir no leerlas: antes o después la curiosidad nos llevará hasta ellas. Cuando una tentación es permanente, es sólo cuestión de tiempo que caigamos en ella.

Es una lástima que el medio más emotivo sea el que menos nos deja para el recuerdo. Recordamos más acerca de la situación que de lo que escuchamos… hasta que la conversación se funde en nuestra memoria como un resumen de lo que pasó. Pero cuando las palabras están escritas, puedes revivir los momentos que llevan consigo, mucho después de haberlos olvidado. Recordar a las personas de las que nos hablan. Incluso, a veces, paladear por unos instantes los sentimientos que las motivaron.

Cuando están escritas, una parte de nosotros se queda inscrita con ellas, para siempre, recordándonos quienes fuimos, dónde estábamos, y quizá también hacia donde íbamos. Tenemos acceso a un pedazo de nuestro yo en aquel momento -también quien nos lee-.

Y lo tenemos siempre.

De nosotros mismos depende que aquello que dejamos escrito merezca la pena ser leído.

[Este texto lo publiqué originalmente aquí, y tuvo muy buena recepción. Por eso decidí que era una buena manera de inaugurar el blog.]